La Ceniza nos predica la penitencia y la mortificación.
Desde los tiempos más antiguos, la ceniza puesta en la cabeza ha sido un emblema de penitencia y de dolor. El Santo Job, doliéndose de haber ofendido la causa de su inocencia en lenguaje algo menos mesurado, exclamó: ¡Me acuso, Señor, ¡y hago penitencia de mi falta en el polvo y en la ceniza! (Job, XLII, 6).
En penitencia del robo sacrílego cometido por Acán en la toma de Jericó, Josué y los ancianos israelitas se cubrieron la cabeza de ceniza (Job, VII, 6). Mas tarde Judit, Ester, Mardoqueo y Judas Macabeo emplearon este medio para aplacar la justicia del cielo. Jeremías y todos los profetas aconsejaron esta práctica a los judíos castigados por Dios (Jer., XXV, 34).
En fin, Nuestro Señor Jesucristo presentó la ceniza como un símbolo de penitencia cuando dijo que, si los habitantes de Tiro y de Sidón hubiesen visto los milagros obrados por El en el seno de la Judea, habrían hecho penitencia con el cilicio y la ceniza (Mt., XI, 21).
Esto explica por qué la Iglesia primitiva distinguía por la ceniza a los penitentes, de los fieles, y el primer día de Cuaresma cubría de ceniza la cabeza de todos sus hijos, sin distinción alguna, por la razón de que todo cristiano, como dice Tertuliano, ha nacido para vivir en la penitencia.
La ceremonia de la Ceniza es como un sello que nos lleva a la penitencia, de tal manera que recibir la ceniza en la cabeza sin tener la contrición en el corazón, es aparentar un sentimiento que no se tiene, es una hipocresía.
Entremos con gusto en el espíritu de penitencia desde el primer día de esta Santa Cuaresma. El interés de nuestra salvación lo exige; Jesucristo lo declara formalmente con estas palabras: “Si no hiciereis penitencia, todos igualmente pereceréis” (Lc., XIII, 5): y nos lo enseñó aún mejor con su ejemplo, porque toda su vida fue una penitencia continua.
Todos los santos, a su imitación, han hecho penitencia, y nosotros, ¿con qué derecho nos dispensamos de ella? Hemos pecado mucho, y todo pecado, aunque perdonado, exige penitencia. Tenemos pasiones que vencer y tentaciones que combatir, y la penitencia es el preservativo más seguro contra las unas y las otras.
Interroguemos, pues nuestra conciencia: ¿tenemos el espíritu de penitencia que reclama el santo tiempo de Cuaresma?
La Ceniza nos trae a la memoria el pensamiento de la muerte.
“¡Mortales, nos dice la Iglesia, acuérdate que eres polvo y que en polvo se convertirás!” El cristiano que oye estas palabras a los pies del altar, se presenta allí como víctima que, sometida al fallo, viene a ofrecerse para ser, cuando quiera el soberano Arbitro de la vida y de la muerte, reducida a ceniza y sacrificada a su gloria.
Por este acto parece decirle a Dios: “Señor, venimos a cumplir en espíritu en lo que acabaremos en realidad. Hemos resuelto, en castigo de nuestros pecados, reducirnos un día a ceniza. Venimos, pues a hacer el ensayo, porque desde hoy prevemos el fallo de tu justicia, y lo ejecutamos”.
La Iglesia, haciéndonos principiar la Santa Cuaresma por esta aceptación solemne de la muerte, por el gran sacrificio de todo lo que tenemos y de todo lo que somos, nos da a entender que mira el pensamiento de la muerte como lo más propósito para hacernos pasar santamente la Cuaresma, es decir, en el alejamiento del mal, en la práctica de la penitencia y de todas las virtudes.
En efecto, ¿quién puede pensar seriamente en la muerte y no estar siempre pronto para comparecer delante de Dios, y no velar sobre sus acciones y sus palabras, y no mortificarse para expiar sus faltas pasadas y satisfacer a la justicia divina, y no multiplicar sus buenas obras y acrecentar sus méritos (Gal., VI, 10).
Y no desprenderse de todo lo que puede durar tan poco y tener presentes a cada momento las palabras de San Bernardo: Si muriera después de esta confesión, ¿cómo la haría? Después de esta Comunión ¿Cómo me dispondría? Después de esta conversación, ¿cómo hablaría? Al fin de esta semana, de este mes, ¿cómo me conduciría?
Pidamos a Dios nos haga comprender bien esta lección de la muerte, y deducir las consecuencias prácticas, propias para la santificación de la Cuaresma.
Por lo mismo. Debemos tomar las siguientes resoluciones: 1. De abrazar con gusto las mortificaciones propias de este santo tiempo, el ayuno y la abstinencia, con todas las cruces que la Providencia quiera mandarnos; 2. De acostumbrarnos a hacer bien todas estas cosas conforme a las palabras de San Bernardo: “Si tuvieses ahora que morir ¿harías esto o aquello?
Sinceramente en Cristo
Mons. Martín Dávila Gándara
Obispo en Misiones